Reflexiones para un debate sobre algunos argumentos de la Arqueología Postcolonial.
La presencia fenicia en la Península Ibérica se ha venido caracterizando como un fenómeno histórico de signo positivo, tanto para los colonizadores como para las poblaciones autóctonas peninsulares que entraron en contacto con ellos. Apenas se habla del conflicto o de violencia como factores cruciales de dicha presencia y se suele excluir o silenciar cualquier tipo de explotación económica. Pero ¿son estas las circunstancias en que transcurre un proceso colonialista?. Probablemente no. Tal vez por ello, últimamente se tiende a eliminar la colonización (y el colonialismo), como un rasgo propio de los colonos fenicios o griegos establecidos en ella, subrayando sobre todo el destacado papel que adquiriría la aculturación y la interacción entre los dos mundos en contacto.
La arqueología postcolonial, nacida como el resto de la arqueología postprocesual de la crítica del procesualismo con su deshumanización de las ciencias sociales así como del contexto filosófico postmoderno, parecía abocada a aportar interesantes soluciones, pero finalmente no ha sido así, no tanto por la necesaria crítica a las arqueologías procesuales cuanto por su excesiva dependencia del pensamiento postmoderno. Como se ha dicho, aunque el objetivo de la arqueología postcolonial es reconocer y caracterizar la diferencia, al llamar la atención sobre ella en la literatura occidental y pedir respeto para ella se la está incluyendo en la lógica hegemónica desde la que se actúa, preservando así una apariencia de diferencia ya que la auténtica y profunda queda absorvida y neutralizada al no poder ser descrita desde nuestro discurso (Hernando Gonzalo, 2005: 231). Y no deja de tener su aquel que se defiendan identidades esenciales (las de la difrencia) desde la postura anti-esencialista del postmodernismo.
Es este esencialismo el responsable, se quiera o no, de determinadas interpretaciones sobre la presencia de ciertos artefactos autóctonos dentro de un asentamiento fenicio, como ocurre, por ejemplo en el Cerro del Villar. La presencia de cerámica de cocina elaborada a mano de tradición local y su no segregación espacial del conjunto de las cerámicas fenicias ha sido interpretada como una prueba evidente de una relativamente convivencia entre autóctonos y fenicios en el seno de aquella colonia. Pero caben otras posibilidades, como que los fenicios se unan mujeres autóctonas siguiendo el esquema colonial típico en estos contextos, o aún que se trate de fuerza de trabajo local al servicio de los colonizadores. La presencia de cerámicas similares, aunque en menor proporción, en lugares más apartados como algunos enclaves portugueses, Lixus y la misma Cartago invita más bien a sospechar esto último. Claro que entonces tendríamos que hablar de relaciones de dependencia en el ámbito colonial.
De acuerdo con el esquema de las economias de bienes de prestigio (M. Krueger, 2008), los colonizadores distribuirían entre las elites locales, toda una serie de productos suntuarios, manufacturados casi exclusivamente en el contexto colonial, a fin de reforzar una muy necesaria colaboración entre ambos grupos. Todo ello nos muestra un procedimiento típicamente colonialista en el que los colonizadores proporcionan a las mencionadas elites objetos de prestigio y de poder, como ocurre también con las elites atlánticas con las que compiten los nuevos mecanismos identitarios integrados ya en la esfera del poder colonial, pero sin que se realice nunca una trasferencia tecnológica que garantice en este ni en ningún otro ámbito la independencia de aquellas. ¿Negociación o sumisión? a cambio de participar de ciertas ventajas del impuesto sistema colonialista.
Ya que la explotación económica en unos sistemas colonialistas como fueron aquellos se efectua en gran parte por medio del llamado "intercambio desigual", resulta, cuanto menos chocante, la resistencia de los arqueólogos postcoloniales a admitir la desigualdad de los intercambios. Argumentan, en este sentido, que una política continuada de pactos y negociaciones constituyó la principal estrategia colonial por ambas partes y que el valor de uso de las manufacuras proporcionadas por los colonizadores entre los autóctonos no tenía porque equivaler a su valor de cambio, ya que gozaban de una alta estimación entre los ellos, lo que equivale en la práctica a no haber comprendido la mecánica del intercambio desigual.
En realidad, no se trata solo del valor de uso o del valor de cambio, y de como eran distintamente apreciados por unos y otros, sino del coste social de producción de lo que se intercambiaba, que es de donde proceden, de las diferencias en costes sociales de producción, los beneficios que obtienen los colonizadores mediante este intercambio. Por otra parte, y precisamente por ello, se produce una sobre-explotación del trabajo con el fin de satisfacer la demanda colonial, que se articula en la transferencia entre sectores económicos que funcionan sobre la base de relaciones de producción diferentes.
El entramado colonialista es por tanto mucho más amplio y complejo y va más allá que una política colonial de pactos y alianzas con las élites locales, con cuyo reforzamiento político consiguen los colonizadores que les sea reclutada la fuerza de trabajo necesaria y que, una vez movilizada, sea conducida por las propias elites hacia las actividades de interés para ellos. Al mismo tiempo es necesario preservar las condiciones locales de la reproducción de la fuerza de trabajo, que, sin embargo, resultarán, a la larga, modificadas, en buena medida, debido a la sobre-explotación a que es sometida.
Argumentar que en el S.O peninsular no se puede hablar estrictamente de colonialismo, pues a diferencia de lo que ocurre en la costa mediterránea, aquí las elites autóctonas se dotan y se hacen visibles a través de estructuras y rituales de prestigio (principalmente funerario), como podrían ser las tumbas "principescas" de la necrópolis de La Joya (Huelva), tiene casi tanto sentido como concluir que, finalmente, el imperio británico no debió haber implantado ningún tipo de sistema colonialista en India en vista de la pervivencia de los palacios de los señores locales. Seguramente, a la vista de la evidencia arqueológica, las elites locales del S.O. peninsular acumularon más elementos de prestigio que sus homólogas de la costa mediterránea, pero ¿realmente eso les dotaba de una mayor posición de fuerza de cara a la negociación?. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de esos elementos de pretigio proceden del entorno colonial, parece bastante dudoso.
Por otra parte, como ha sido muy bien observado (Moreno Arrastio, 2001:113), desde nuestra preocupación actual en los mecanismos que evitan los conflictos, preferimos ignorar que en muchas ocasiones la existencia de pactos no es tanto un recurso que asegure la convivencia, cuanto una amplia precaución, una respuesta adaptativa del grupo que se sabe débil en el contexto del contacto colonial. Pensar que los autóctonos posiblemente no se sentían engañados ni explotados porque necesitaban los productos que les proporcionaban los colonizadores para garantizar y fortalecer sus propias estructuras sociales equivale a decir que si no eres consciente del engaño (y de la explotación) es como si no fueses engañado (y explotado). ¿Realmente están seguros de eso los arqueólogos postcoloniales?.
¿Quienes así argumentan son verdaderamente conscientes de lo que están diciendo?. Su preocupación por el papel activo que desempeñaron los autóctonos y el no querer verlos como simples comparsas (lo cual es un rasgo positivo de la arqueología postcolonial) les ha jugado en esta ocasión una mala pasada y convierte a aquellos en alienados, a su pesar, dentro del proceso colonialista. Transferir la explotación a las elites autóctonas dejándo a los colonizadores libres de responsabilidad en esto, no puede resultar, por otro lado, más simplista y, al mismo tiempo, irreal, y, por tanto, ahistórico. Si algo sabemos con bastante certeza es el carácter sombrío del colonialismo y sus formas de explotación de las que no se puede desligar en modo alguno a los colonizadores (Moreno Arrastio, 2008). El relativismo y subjetivismo postmodernos no hacen sino convertir la explotación colonialista en una carícatura de si misma, haciéndole un muy flaco favor a sus víctimas, precisamente a las que los arqueólogos postcoloniales dicen identificar y defender.
BIBLIOGRAFIA
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La presencia fenicia en la Península Ibérica se ha venido caracterizando como un fenómeno histórico de signo positivo, tanto para los colonizadores como para las poblaciones autóctonas peninsulares que entraron en contacto con ellos. Apenas se habla del conflicto o de violencia como factores cruciales de dicha presencia y se suele excluir o silenciar cualquier tipo de explotación económica. Pero ¿son estas las circunstancias en que transcurre un proceso colonialista?. Probablemente no. Tal vez por ello, últimamente se tiende a eliminar la colonización (y el colonialismo), como un rasgo propio de los colonos fenicios o griegos establecidos en ella, subrayando sobre todo el destacado papel que adquiriría la aculturación y la interacción entre los dos mundos en contacto.
La arqueología postcolonial, nacida como el resto de la arqueología postprocesual de la crítica del procesualismo con su deshumanización de las ciencias sociales así como del contexto filosófico postmoderno, parecía abocada a aportar interesantes soluciones, pero finalmente no ha sido así, no tanto por la necesaria crítica a las arqueologías procesuales cuanto por su excesiva dependencia del pensamiento postmoderno. Como se ha dicho, aunque el objetivo de la arqueología postcolonial es reconocer y caracterizar la diferencia, al llamar la atención sobre ella en la literatura occidental y pedir respeto para ella se la está incluyendo en la lógica hegemónica desde la que se actúa, preservando así una apariencia de diferencia ya que la auténtica y profunda queda absorvida y neutralizada al no poder ser descrita desde nuestro discurso (Hernando Gonzalo, 2005: 231). Y no deja de tener su aquel que se defiendan identidades esenciales (las de la difrencia) desde la postura anti-esencialista del postmodernismo.
Es este esencialismo el responsable, se quiera o no, de determinadas interpretaciones sobre la presencia de ciertos artefactos autóctonos dentro de un asentamiento fenicio, como ocurre, por ejemplo en el Cerro del Villar. La presencia de cerámica de cocina elaborada a mano de tradición local y su no segregación espacial del conjunto de las cerámicas fenicias ha sido interpretada como una prueba evidente de una relativamente convivencia entre autóctonos y fenicios en el seno de aquella colonia. Pero caben otras posibilidades, como que los fenicios se unan mujeres autóctonas siguiendo el esquema colonial típico en estos contextos, o aún que se trate de fuerza de trabajo local al servicio de los colonizadores. La presencia de cerámicas similares, aunque en menor proporción, en lugares más apartados como algunos enclaves portugueses, Lixus y la misma Cartago invita más bien a sospechar esto último. Claro que entonces tendríamos que hablar de relaciones de dependencia en el ámbito colonial.
De acuerdo con el esquema de las economias de bienes de prestigio (M. Krueger, 2008), los colonizadores distribuirían entre las elites locales, toda una serie de productos suntuarios, manufacturados casi exclusivamente en el contexto colonial, a fin de reforzar una muy necesaria colaboración entre ambos grupos. Todo ello nos muestra un procedimiento típicamente colonialista en el que los colonizadores proporcionan a las mencionadas elites objetos de prestigio y de poder, como ocurre también con las elites atlánticas con las que compiten los nuevos mecanismos identitarios integrados ya en la esfera del poder colonial, pero sin que se realice nunca una trasferencia tecnológica que garantice en este ni en ningún otro ámbito la independencia de aquellas. ¿Negociación o sumisión? a cambio de participar de ciertas ventajas del impuesto sistema colonialista.
Ya que la explotación económica en unos sistemas colonialistas como fueron aquellos se efectua en gran parte por medio del llamado "intercambio desigual", resulta, cuanto menos chocante, la resistencia de los arqueólogos postcoloniales a admitir la desigualdad de los intercambios. Argumentan, en este sentido, que una política continuada de pactos y negociaciones constituyó la principal estrategia colonial por ambas partes y que el valor de uso de las manufacuras proporcionadas por los colonizadores entre los autóctonos no tenía porque equivaler a su valor de cambio, ya que gozaban de una alta estimación entre los ellos, lo que equivale en la práctica a no haber comprendido la mecánica del intercambio desigual.
En realidad, no se trata solo del valor de uso o del valor de cambio, y de como eran distintamente apreciados por unos y otros, sino del coste social de producción de lo que se intercambiaba, que es de donde proceden, de las diferencias en costes sociales de producción, los beneficios que obtienen los colonizadores mediante este intercambio. Por otra parte, y precisamente por ello, se produce una sobre-explotación del trabajo con el fin de satisfacer la demanda colonial, que se articula en la transferencia entre sectores económicos que funcionan sobre la base de relaciones de producción diferentes.
El entramado colonialista es por tanto mucho más amplio y complejo y va más allá que una política colonial de pactos y alianzas con las élites locales, con cuyo reforzamiento político consiguen los colonizadores que les sea reclutada la fuerza de trabajo necesaria y que, una vez movilizada, sea conducida por las propias elites hacia las actividades de interés para ellos. Al mismo tiempo es necesario preservar las condiciones locales de la reproducción de la fuerza de trabajo, que, sin embargo, resultarán, a la larga, modificadas, en buena medida, debido a la sobre-explotación a que es sometida.
Argumentar que en el S.O peninsular no se puede hablar estrictamente de colonialismo, pues a diferencia de lo que ocurre en la costa mediterránea, aquí las elites autóctonas se dotan y se hacen visibles a través de estructuras y rituales de prestigio (principalmente funerario), como podrían ser las tumbas "principescas" de la necrópolis de La Joya (Huelva), tiene casi tanto sentido como concluir que, finalmente, el imperio británico no debió haber implantado ningún tipo de sistema colonialista en India en vista de la pervivencia de los palacios de los señores locales. Seguramente, a la vista de la evidencia arqueológica, las elites locales del S.O. peninsular acumularon más elementos de prestigio que sus homólogas de la costa mediterránea, pero ¿realmente eso les dotaba de una mayor posición de fuerza de cara a la negociación?. Si tenemos en cuenta que la mayor parte de esos elementos de pretigio proceden del entorno colonial, parece bastante dudoso.
Por otra parte, como ha sido muy bien observado (Moreno Arrastio, 2001:113), desde nuestra preocupación actual en los mecanismos que evitan los conflictos, preferimos ignorar que en muchas ocasiones la existencia de pactos no es tanto un recurso que asegure la convivencia, cuanto una amplia precaución, una respuesta adaptativa del grupo que se sabe débil en el contexto del contacto colonial. Pensar que los autóctonos posiblemente no se sentían engañados ni explotados porque necesitaban los productos que les proporcionaban los colonizadores para garantizar y fortalecer sus propias estructuras sociales equivale a decir que si no eres consciente del engaño (y de la explotación) es como si no fueses engañado (y explotado). ¿Realmente están seguros de eso los arqueólogos postcoloniales?.
¿Quienes así argumentan son verdaderamente conscientes de lo que están diciendo?. Su preocupación por el papel activo que desempeñaron los autóctonos y el no querer verlos como simples comparsas (lo cual es un rasgo positivo de la arqueología postcolonial) les ha jugado en esta ocasión una mala pasada y convierte a aquellos en alienados, a su pesar, dentro del proceso colonialista. Transferir la explotación a las elites autóctonas dejándo a los colonizadores libres de responsabilidad en esto, no puede resultar, por otro lado, más simplista y, al mismo tiempo, irreal, y, por tanto, ahistórico. Si algo sabemos con bastante certeza es el carácter sombrío del colonialismo y sus formas de explotación de las que no se puede desligar en modo alguno a los colonizadores (Moreno Arrastio, 2008). El relativismo y subjetivismo postmodernos no hacen sino convertir la explotación colonialista en una carícatura de si misma, haciéndole un muy flaco favor a sus víctimas, precisamente a las que los arqueólogos postcoloniales dicen identificar y defender.
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WAGNER, C. G. (2007) "El barco negro en la costa. Reflexiones sobre el miedo y la colonización fenicia en la tierra de Tarsis", Necedad, sabiduría y verdad: el legado de Juan Cascajero, Madrid, UCM: 121-131.
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