El comercio y la colonización: Las causas

Comercio, colonización e interacción cultural en el Mediterráneo antiguo y su entorno: ensayo de aproximación metodológica.

Publicado originalmente:

Colonos y comerciantes en el Occidente mediterráneo / coord. por José Luis López Castro, 2001, ISBN 84-8240-437-7, pags. 13-56.

El Mediterráneo, surcado desde la Antigüedad por marinos, colonos y comerciantes, fue un ámbito caracterizado por la interacción entre pueblos, sociedades, culturas, donde, ya desde la Edad del Bronce, los contactos se manifestaron en una extraordinaria diversidad de experiencias, en una pluralidad de procesos y situaciones históricas que estuvo originada por la propia variedad de las formas de contacto, con sus diferentes tipos de consecuencias y repercusiones, junto con los varios modos en que tales empresas se acometieron. Varios son los pueblos que en la Antigüedad mediterránea han practicado de forma intensa el comercio y la colonización: cretenses, chipriotas, fenicios, griegos y etruscos, principalmente, si bien la información histórica y arqueológica que poseemos nos permite adentrarnos mejor en el conocimiento de tales fenómenos durante el primer milenio a. n. e. y a ellos aludiremos de manera preferente aunque no siempre exclusiva. Por contra, la colonización romana, con toda su enorme trascendencia histórica, fue el resultado de una expansión llevada a cabo con métodos ciertamente distintos a los que emplearon los pueblos navegantes, y por ello merece un estudio aparte, que también tiene su lugar en este mismo volumen.

I.1. Algunas consideraciones preliminares en torno al concepto de "colonización":
Imbuidos, como estamos, por la idea, derivada de nuestro pasado reciente, y de nuestra herencia histórica y cultural más lejana, de que sólo las naciones y pueblos civilizados son capaces de colonizar y difundir el progreso, lo que en nuestros días no constituye sino una justificación de la política expansiva llevada a cabo por las modernas naciones occidentales, consideramos a las sociedades aldeanas y tribales incapaces de cualquier proceso colonizador y caracterizamos su presencia más allá de lo que consideramos su ámbito cultural originario como razzia, incursión, migración o invasión. Por ello, y de acuerdo a una distorsión histórica creada en gran medida por nosotros mismos, establecemos que han sido las formaciones sociales dotadas de mayor complejidad las que han actuado de forma más expansiva, en lo que constituye una estrategia destinada a atenuar o disimular sus contradicciones internas, dando lugar a fenómenos de colonización, ya que no la contemplamos como tal cuando una sociedad tribal se ha visto impelida a trasladarse, por los motivos que fueran, o ha experimentado una necesidad similar de expansión, como ha ocurrido con los pueblos montañeses y los nómadas de las estepas y desiertos, que en muchas ocasiones ha tropezado con distinto éxito con sociedades complejas dotadas de una organización estatal.

Ahora bien, tal forma de ver las cosas no encuentra siempre su correlación con lo que pensaban y con la forma de actuar de los antiguos. Los griegos, por ejemplo, entendían por lo que nosotros llamamos colonización más bien una emigración y así lo refleja la palabra que utilizaban para referirse a la "colonia": apoikia que implica establecer un hogar en un lugar distante del originario (Domínguez Monedero: 1991, 97). Así, mientras que nosotros englobamos dentro del fenómeno de la "colonización" asentamientos de distinta índole como Naucratis, Pitecusa, Berezán Siracusa, Cumas, Cirene o Massalia, para un griego antiguo, y seguramente para muchos otros habitantes del Mediterráneo, se trataría de casos diferentes, en los que el elemento definidor no lo constituiría la presencia de un contingente de pobladores griegos desplazados a tierra extranjera. En unos casos no había pretensiones políticas, y no puede hablarse por tanto de una "colonia" entendida como "ciudad" (polis), mientras que en otros si. Con todo, no es posible equiparar la aparición de las apoikiai griegas a un equivalente puro y simple de cualquier emigración o al equivalente de las colonizaciones modernas (Lepore: 1982, 241). Por otro lado, no siempre hubo continuidad en los motivos y las causas desde el asentamiento inicial, de índole más o menos "precolonial" o empórico en según que casos, y la creación de la colonia posterior (Lepore: 1982, 246 ss y 256 ss; Alvar: 1988, 102 ss), no existe por tanto una relación causal, ni estricta ni evidente, entre comercio y colonización a pesar de lo que algunas de nuestras fuentes podrían hacer sospechar (Heródoto, IV, 151 ss: Estrabón, VI, 2, 167), a lo que hay que añadir que muy a menudo el contingente colonizador originario estaba integrado por hombres procedentes de diversas ciudades griegas (zummeiktoi ínyrvpoi) a quienes el oikistes, el héroe fundador, daba una relativa coherencia actuando como elemento de cohesión en la fundación de la comunidad colonial, que resultaba así una comunidad adquirida en el propio acto de la fundación (Vallet: 1983, 947), todo lo cual muestra la complejidad de los procesos de colonización que caracterizaron la expansión helénica por el Mediterráneo. En el caso fenicio/púnico la fundación de Cartago en el último cuarto del siglo IX a. n.e., supuestamente vinculada con la política comercial de Tiro en el Mediterráneo, pero cuyo auge, sin embargo, no se produce hasta comienzos del siglo VI, presenta una serie de problemas afines.

Por las mismas, solemos manejar un concepto restringido, e históricamente moderno de comercio, que sólo contempla las transacciones de índole mercantil y no tiene en cuenta la existencia de otro tipo de intercambios, así como de sus causas y mecanismos, ponderando, por ejemplo, y proyectándolos hacia el pasado, los efectos de las modernas guerras comerciales, lo que como veremos no responde a aquella realidad antigua que pretendemos analizar. Una vez más nuestras concepciones se introducen de forma anacrónica, y no siempre ingenua, sobre otras épocas falseando la aproximación que pretendemos establecer. El presente ayuda a manipular el pasado para obtener la convicción, que no la prueba, de que todo siempre ha venido siendo igual, e incluso razonablemente bueno en su romántico sentido de progreso, ya que nos ha permitido llegar hasta aquí, por lo que no cabe alimentar expectativas de cambiar el actual estado de cosas. Vayamos, no obstante, por partes.

I. 2- La colonización y el comercio lejano como formas de apropiación del excedente:
Parece evidente, en relación a las intenciones e intereses de los promotores de las navegaciones, el comercio y la colonización en el mediterráneo antiguo, que las consideraciones socioeconómicas se impusieron con más fuerza que el deseo de aventura que en ocasiones haya podido arroparlas. Resulta probado en el caso griego (Lepore: 1973, 17; Van Compernolle: 1983, 1037; Domínguez Monedero: 1991, 98 y 103) y posible en el fenicio (Wagner y Alvar: 1989, 72 ss,: Wagner, e.p.) que la emigración de un contingente dado de la población hacia lugares lejanos ha obedecido, la mayor de las veces si no todas, al desequilibrio interno, sociopolítico y económico, en sus propias comunidades de origen. Escasez de tierras, búsqueda de materias primas, ambos como causas más directas de la colonización y el comercio, no son sino aspectos de la incapacidad en una formación social dada de extraer el excedente, por lo que se recurre a transferirlo desde otra, mediante el comercio, o bien a apropiarse de una parte significativa de los recursos externos mediante la colonización, que restablece también el equilibrio población/recursos al enviar una parte de aquella al exterior. Tal incapacidad no debe entenderse sólo como consecuencia de las limitaciones de tipo técnico o medioambientales, esto es: no debe hacerse una lectura meramente funcionalista de la misma, ya que que está influida directamente por las relaciones sociales de producción establecidas en cada caso. Los contrastes socioeconómicos impuestos por las aristocracias griegas o las monarquías fenicias al apropiarse de buena parte de los medios de producción, junto con la forma en que dicha apropiación se produjo, fueron factores determinantes, a lo que cabe añadir que, frente a cualquier tentación funcionalista, la propia capacidad de sustentación, entendida cono uno de los factores que limitaban las posibilidades de extracción de excedente, se halla así mismo condicionada por las relaciones sociales de producción, aunque algunos no las llamen así (Hardesty: 1979, 204 ss), propias de cada caso.

Aunque hubo diversas formas de colonización en el Mediterráneo antiguo y su entorno con resultados también diferentes, todas ellas implicaban, por lo general, la adquisición de tierras pertenecientes a formaciones sociales ajenas y distantes de la de los colonizadores. Tal adquisición se podía realizar de diversas maneras, a través de la violencia, o mediante pactos y alianzas que en la práctica venían a resultar desiguales o, incluso, por medio de su compra según se han plasmado en las tradiciones literarias y algunos pocos documentos epigráficos que han llegado hasta nosotros (Nenci y Cataldi: 1983). A partir de ahí las relaciones de los colonizadores con los pueblos autóctonos quedarían caracterizadas de una u otra manera. La diferencia fundamental de la colonización respecto al comercio es que en esta apropiación de la tierra ajena se reproduce, transformándose al mismo tiempo, la formación social originaria de los colonizadores que ahora entrará en contacto tal cual con el mundo autóctono. Y en esta reproducción se manifiestan muchas veces sus propias contradicciones, unas antiguas y heredadas de la metrópolis, otras en cambio nuevas (Lepore: 1973, 16 ss), consecuencia del propio proceso colonizador, lo que le convierte en un fenómeno expansivo, de gran dinamismo histórico, que puede dar lugar a su vez a una colonización secundaria, terciaria, que implican nuevas adquisiciones de territorio .

Otro tanto cabe decir del comercio. En la antigüedad mediterránea en particular y en cualquier contexto precapitalista en general, el comercio lejano jugó un papel decisivo cuando, en una formación social dada, el excedente que los grupos sociales dominantes podían obtener se veía limitado por el estado concreto de desarrollo de las fuerzas productivas (no solo la tecnología) y condiciones ecológicas difíciles, o por la resistencia a entregarlo de los miembros integrados en las unidades de producción (grupos domésticos, comunidad de aldea...). En una situación semejante, el comercio lejano permitía la transferencia de una fracción del excedente de una sociedad a otra. Para la que recibe el beneficio, esta transferencia puede ser esencial y constituir la base principal de la riqueza y el poder de sus clases dirigentes (Amín: 1986, 12).

Las ciudades de Fenicia, y también algunas ciudades griegas, tuvieron frecuentes problemas para lograr obtener el excedente necesario que garantizara la estabilidad socio-económica y el poder y prestigio de sus elites. Es en este sentido que a comienzos del primer milenio se puede detectar una transformación en el contenido y la amplitud del comercio que tradicionalmente venían practicando los fenicios, siendo sustituidas entonces las riquezas naturales y los "objetos de lujo" por toda clase de manufacturas, y extendiéndose al mismo tiempo sus horizontes geográficos (Röllig: 1982, 22 ss), lo que ocurrió probablemente a causa de las crecientes dificultades para extraer el excedente, ante la incidencia adversa de una serie de condicionantes ecológicos (deforestación, sobreintensificación de la explotación agrícola, degradación del suelo), demográficos (crecimiento y concentración de la población, pérdida de territorios interiores), sociales (ascenso de una ciudadanía libre capaz de representarse en la asamblea), económicos (crisis del sistema tributario-palacial-redistributivo) y políticos (pérdida del carácter despótico de la monarquía: Wagner y Alvar: 1989, 63 ss).

A tal respecto es igualmente esencial la proporción en que una sociedad vive del excedente que ella misma ha generado y del excedente transferido que proviene de otra sociedad (Amín: 1986, 13) y hay motivos sobrados para sospechar que en Fenicia, a comienzos del primer milenio, la proporción de la sociedad que vivía del excedente transferido mediante el comercio lejano había experimentado un considerable aumento. En tal contexto, la presión de los imperios circundantes, como fue el asirio, sólo constituía un elemento más, y ni siquiera el más importante, como demuestra el hecho de que los inicios de la expansión o "diáspora" fenicia por el Mediterráneo, que con toda seguridad no son posteriores al siglo IX a. C., no coincidieran con los momentos de mayor actividad política y militar de Asiria. Por el contrario, la conquista asiria proporcionó, finalmente, una dificultad añadida a los problemas ya existentes para extraer el excedente, amén de inestabilidad política (Alvar y Wagner: 1985, 87), originando un flujo migratorio hacia Occidente.

En la Hélade, la consolidación de las comunidades bajo un sistema aristocrático en época arcaica, estimuló, por las propias demandas de la aristocracia y los desequilibrios del sistema que empujaban a algunas gentes a buscar nuevas formas de vida, la recuperación de los contactos comerciales, interrumpidos en gran medida tras la desaparición de la civilización micénica, y sólo preservados en parte por la presencia de los fenicios (Lipinski: 1992). Así, comenzaron a desarrollarse desde comienzos del siglo VIII a.n.e. un tipo de viajes y frecuentaciones con el objetivo de establecer, en el mejor de los casos, pequeños asentamientos que eran dependientes de un poder político superior, tanto en Oriente como en Occidente, con el fin de abrir rutas comerciales. Contradictoria en gran parte la actividad comercial con los valores tradicionales con que se identificaba la aristocracia griega arcaica, en aquel contexto "sin duda, los contactos con los fenicios sirven para que las formas de intercambio experimenten un transformación en un sentido más inclinado a la búsqueda de la rentabilidad" (Plácido: 1993, 176) y no solo de prestigio.

Este tipo de relaciones "precoloniales" que incluye todos los viajes que realizaron los griegos a diversos lugares del Mediterráneo sin intención de fundar "colonias", sino de establecer intercambios mediante el desarrollo del comercio lejano, para lo que se sirvieron en gran medida de la infraestructura fenicia y se arroparon de una elaboración mítica contemporánea que llevaba al tiempo ahistórico (y por tanto mítico) de los héroes los comienzos de la expansión marítima helénica, proporcionaría después el conjunto de la información que se precisaba para llevar a cabo la fundación de una colonia, sin que se pueda decir por ello, que fuera lo uno causa de lo otro (Lepore: 1982, 252; Domínguez Monedero: 1991, 110), sino que, como se ha visto, ambos fenómenos obedecieron, de forma distinta, a la dinámica de consolidación y crisis que caracterizó el surgimiento de la polis en la época arcaica.

Los motivos de las colonizaciones griegas han sido debatidos en tantas ocasiones que no merecerá la pena ahora extenderse al respecto. Baste recordar que las explicaciones unicausales, tan en boga en otro tiempo, que achacaban el proceso colonizador a un factor determinante, distinguiendo según su ubicación entre asentamientos de "vocación" comercial o agraria suelen ser, como toda simplificación histórica, artificiosamente atractivas pero falsas (Lepore: 1982, 258). En este sentido, al contrario de lo que durante mucho tiempo se ha venido sosteniendo, cada vez está menos clara la supuesta relación entre un cierto tipo de paisaje o la topografía de un sitio y la función inicial del asentamiento "colonial" (Vallet: 1983, 939). Queda claro, en cualquier caso, que el fenómeno se inscribe en la compleja crisis que caracteriza la ciudad griega de época arcaica al mismo tiempo que contribuyó a conformarla. La colonización griega no constituye, pues, una historia distinta de la de las propias ciudades griegas que participaron inicialmente en el movimiento colonizador, sino que es una parte fundamental de la misma.

I. 3- El contexto del comercio y la colonización: coexistencia, cooperación, competencia.
A menudo se tiende a enjuiciar el comercio y la colonización antiguos con categorías y conceptos que son propios de nuestro tiempo, olvidando que se trata, por lo tanto, de productos históricos recientes y descuidando el estudio de las condiciones que los caracterizaron en la Antigüedad. Se habla así de competencia, monopolios, mercados y precios sin tener en cuenta que, tal y como los conocemos hoy, tales elementos son propios del modo en que se organiza la moderna economía occidental, por lo que su extrapolación a periodo histórico del pasado no resulta útil ni veraz. No pretendo afirmar que no existieran, por ejemplo, los precios sino que éstos no constituían un elemento esencial del funcionamiento de los sistemas económicos en el mediterráneo antiguo, ni determinaban las relaciones comerciales. Por las mismas, el mercado, cuando existió, estaba sumamente localizado y restringido a un número muy concreto de mercancías que eran objeto de compraventa, sobre todo por parte de las elites urbanas que constituían una pequeña proporción de la población, la cual era mayoritariamente campesina, por lo que su actividad en esta dirección, pese a su más alto poder adquisitivo, no dominaba la economía. Y ni siquiera las elites aristocráticas recurrían siempre a la compraventa. El intercambio de regalos, las contraprestaciones, eran así mismo otros medios utilizados para la adquisición de bienes. Además, las antiguas élites mediterráneas no llegaron a perder nunca sus tradicionales valores y mentalidad agrarios, siendo el caso romano uno de los ejemplos mejor conocidos (Garnsey y Saller: 1990, 59), y entre los propios fenicios parece que se ha sobredimensionado un tanto su "vocación" comercial, obviando hechos tan significativos como el carácter puramente agrario de muchas de sus divinidades y sus mitos.

Precios y mercado existían, pero no dirigían los procesos económicos. El intercambio a través del mercado sólo llega a dominar el proceso económico en la medida en que la tierra y los alimentos son movilizados por ese intercambio y allí donde la fuerza de trabajo se ha convertido en una mercancía que puede adquirirse libremente. No eran tales las condiciones predominantes en el mediterráneo antiguo, un mundo en el que las categorías jurídicas y las relaciones sociales de dependencia definían claramente quién trabajaba para quién, aunque en el fondo subyaciera una cuestión económica, como era la del acceso a la tierra. Así, la economía, en lugar de constituir un campo de actividades formalmente diferenciado y gobernado por sus propias leyes, como ocurre en nuestro mundo moderno, se encontraba integrada en otros ámbitos, como eran el parentesco, las relaciones sociales, y las actividades y prácticas políticas e ideológicas (Polanyi, Arensberg y Pearson: 1976, 117 ss; Austin y Vidal-Naquet: 1986, 23 ss). Los intercambios no mercantiles dominaban el conjunto de la actividad comercial y las propias oscilaciones en los precios tenían más que ver con factores de índole extraeconómica, en el sentido moderno del término, como plagas, sequías, guerras o decisiones políticas, que con eventuales oscilaciones en la oferta/demanda. En un ámbito así prestar dinero a menudo aseguraba más ganancias que las empresas comerciales.

Por otra parte, una de las consecuencias indeseables de los sistemas socioeconómicos antiguos era expulsar a la periferia de la formación social a una serie de gentes que habían perdido el acceso a la propiedad de los medios de producción. En el mar la piratería y en tierra el bandolerismo se nutrían de ella, constituyendo una amenaza al desarrollo normal de las actividades comerciales. Quede claro, no obstante, que no se trataba de actividades monopolizadas por las gentes marginadas en su propia formación social. Los nómadas (Khazanov: 1984), favorecidos por su movilidad, solían utilizar las razzias y las incursiones contra las caravanas de mercaderes que precisaban de protección armada para cubrir buen trecho de su recorrido, mientras que determinados aristócratas podían lanzarse a una "aventura" marítima en busca de botín y prestigio. Los límites entre comercio y piratería no siempre estaban bien definidos. Se podía ser comerciante en un puerto y pirata en otro. Esto era particularmente frecuente aunque no exclusivo, del mundo aristocrático arcaico, siendo el famoso tirano Policrates de Samos un excelente ejemplo (Heródoto, III, 4, 1).Los fenicios también aparecen descritos como piratas en algunos textos griegos, pero tampoco era de ellos la mayor parte del protagonismo. Según todos los indicios los focenses parecen haber sido precedidos por una reputación similar (Heródoto, I, 166, Justino, XLIII, 3, 5), y al igual que los fenicios y los samios navegaban en pentecónteras en vez de en naves mercantes, siendo este tipo de navío el que más se asocia con las actividades piráticas (Plácido: 1993b, 88). También los etruscos y los sardos disfrutaron de la fama de reputados piratas. Así las cosas, cualquier barco o comitiva no reconocidos cómo amigos eran considerados potencialmente peligrosos. Las distancias eran enormes, los riesgos (físicos, no económicos) elevados y la iniciativa privada por sí sóla apenas podía hacer nada sin el concurso de los poderes públicos. De ahí el comercio de tipo administrado o gerencial, del que nos ocuparemos más adelante, que estaba regido por pactos y acuerdos diplomáticos más que por tratados comerciales, y la importancia similar del puerto de comercio (Polanyi: 1976, 308; cfr: Arce: 1979, 105 ss), lugar por lo general situado en la periferia de un poder político fuerte, lo que garantizaba la seguridad de los comerciantes y la integridad de sus mercancías, con un buen acceso a las rutas por las que discurre el comercio, y situado en muchas ocasiones bajo la tutela de templos o santuarios. El puerto de comercio constituía así con frecuencia un lugar de encuentro de comerciantes y mercaderes procedentes de distintos lugares.

En un ambiente como aquel, la competencia agresiva, los monopolios y los conflictos comerciales creaban más perjuicios que beneficios, por lo que se buscaba, siempre que fuera posible, la cooperación y la coexistencia, o al menos la no intervención. En realidad, tratando de proyectar, conscientemente o no, el modelo de las guerras comerciales modernas, se ha concedido en muchas ocasiones demasiada importancia a los acontecimientos bélicos que leémos en las fuentes, exagerando su significación en menosprecio de otro tipo de relaciones como fueron las de índole política, económica y cultural. Las empresas rodio-fenicias (Plácido: 1989, 50), eubeo-fenicias (Grass: 1992, 35 ss) o etrusco-cartaginesas (Wagner: 1983, 148 ss) son un buen ejemplo de cooperación en el desarrollo del comercio marítimo. La fluidez de los intercambios entre griegos y fenicios en Sicilia (Merante: 1970), Cerdeña (Morel: 1986) o la misma Cartago (Vega, 1992, 183 ss), constituyen otro caso remarcable que no resulta eclipsado por episodios como el de Pentatlo, Doreo, Malco o las mismas batallas de Alalia e Himera (Grass: 1972, 1987; Tsirkin: 1983; Wagner: 1983, 139ss y 180 ss;), consideradas durante mucho tiempo como los hitos fundamentales de la "guerra comercial" que, según una interpretación muy difundida, enfrentó en un tiempo a griegos y fenicios por el dominio comercial del Mediterráneo.

Además, es preciso establecer siempre claras diferencias entre los diversos tipos de comercio que se practicaron en la Antigüedad, que ahora esbozaremos brevemente y sobre las que insistiremos más a adelante. Así el comercio de índole aristocrática se practicaba de acuerdo a las normas del intercambio de dones y la filia; el comercio de tipo empórico asociado al primer desarrollo de la ciudad (polis) no precisaba tampoco de estructuras físicas, como puertos y almacenes, podía en ocasiones hacerse a la muda, tal y como lo describe Heródoto (IV, 196) en el N. de Africa; solía estar asociado a algún lugar o emplazamiento de significación religiosa (promontorio, altar, templo) y no implicaba la exclusión de competidores sino más bien al contrario. Este tipo de comercio se inscribía en un contexto de frecuentaciones comerciales que no suponían necesariamente la fundación de un establecimiento colonial, sino la utilización de algún centro ya existente (Al Mina, Tartessos) o, en su caso, de nuevas instalaciones de carácter precario (Pitecusa, Mogador). Por contra el comercio colonial, con su implicación añadida en la adquisición de territorios lejanos, requería una infraestructura (almacenes, factorías, puertos) más sólida, una delimitación más precisa de las zonas de actividad y las áreas de influencia, que no necesariamente significaba competencia agresiva sino acuerdos y tratados formales, del género de los firmados entre Cartago y Roma (Polibio, III, 22-24) que según Aristóteles (Pol. 1280a) eran frecuentes también entre los etruscos, así como estrategias específicas, de las que se hablará más adelante, destinadas a incrementar los beneficios reduciendo los costes de producción, transporte y almacenamiento.

La colonización, no obstante, podía sentar las bases de futuras amenazas y peligros y como tal era preciso regularla, restringirla o incluso erradicarla por quién pudiera sentirse amenazado. En contextos en los que las transacciones con las poblaciones autóctonas se realizaban sobre la base de un intercambio desigual, sobre el que luego profundizaremos, la presencia de extraños podía en ocasiones resultar, si no estaba regulada o eran aceptadas por todos los participantes las reglas del juego, potencialmente peligrosa. Uno de los riesgos del intercambio desigual radica en que la competencia, que no llega a través de los precios, se puede hacer efectiva cuando alguien consigue transacciones más ventajosas rebajando los costes de almacenamiento y transporte al eliminar buena parte de las distancias intermedias entre el punto en que se produce u obtiene una mercancía y aquel en que se intercambia por otra, permitiéndole "conseguir más por menos". La introducción por un grupo de comerciantes de nuevos objetos "exóticos" podía atraer la atención de las elites locales que los apreciaban como bienes de prestigio. Eh aquí un ejemplo de competencia en la que los precios no tienen incidencia. Además, en los casos en que la población autóctona había quedado subordinada a los colonizadores bajo alguna forma de dependencia, la presencia de intrusos podía llegar a representar el germen de la rebelión. Así, mientras que una colonización propia podía venir a reforzar la base de unas relaciones preexistentes con la población autóctona, la presencia colonial extraña podía dar al traste con el equilibrio que el sistema de intercambio suponía. Por ello, una de las formas de aceptar las reglas del juego consistía en participar en los intercambios en igualdad de condiciones, junto con las otras partes implicadas, lo que daba lugar a la aparición de asentamientos en los que varios o múltiples grupos culturales, como fenicios, etruscos y griegos, ejercían la convivencia, bajo la tutela de algún santuario, en el mutuo convencimiento de un interés común.

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