El comercio y la colonización: las consecuencias

IV. 1- La aculturación como explotación y dominación en el contexto colonial.
Hablemos ahora del cambio cultural. Se llama así a las modificaciones en los elementos y modelos de un sistema cultural dado. El cambio cultural implica alteraciones en ideas y creencias en torno a como podrían ser hechas las cosas o a valores y normas acerca de como debieran ser hechas las cosas. Es preciso distinguirlo, por tanto, del cambio social que entraña modificaciones en la estructura de las relaciones sociales, es decir en los cometidos y funciones sociales y en sus interrelaciones, así como cambios en las que existen entre los grupos o instituciones . Una parte importante de la investigación y el pensamiento al respecto considera que los cambios culturales se relacionan estrechamente con los sociales, a los que pueden preceder o de los que pueden ser desencadenantes en algunas ocasiones (Hunter y Whitten: 1981, 135). Es esta una afirmación que, no obstante, necesita una serie de matizaciones. En principio la consecuencia más probable de cualquier innovación, surja en la infraestructura, la estructura o en la superestructura, es una retroalimentación, o espiral de interacciones, negativa mantenedora del sistema (Harris: 1982, 88). Aún así, cierto tipo de cambios infraestructurales, que afectan a la tecnología, la demografía o la ecología, y estructurales, que inciden sobre las formas y cometidos sociales o sobre la economía, en vez de resultar amortiguados tienden a propagarse y amplificarse, dando por resultado una retroalimentación positiva que puede llegar a alcanzar los niveles supraestructurales y produciendo una modificación de las características fundamentales del sistema socio-cultural. La inversa, por el contrario, es sumamente improbable, lo que implica varias cosas. Por una parte, que la mayoría de las innovaciones pueden ser integradas en el sistema sociocultural al que afectan ya que este mismo genera, mediante pequeños cambios, mecanismos que amortiguan la desviación que producen o, sencillamente, las extingue. Por otra, que el cambio cultural es más probable si lo que se modifica por medio de la influencia o el impacto externo resulta ser aspectos cruciales de la infraestructura o la estructura que si atañe, exclusivamente, al nivel supraestructural. Finalmente, que las consecuencias de las innovaciones externas no han de ser siempre beneficiosas sino que, por el contrario, pueden llegar a producir, sobre todo si se trata de una influencia impuesta, la destrucción (desintegración cultural) de aquellos sistemas socioculturales que las reciben.

En este contexto, el término aculturación define un tipo de cambio cultural, específicamente los procesos y acontecimientos que provienen de la conjunción de dos o más culturas, separadas y autónomas en principio. Los resultados de esta comunicación intercultural son de dos tipos. Un proceso básico es la difusión o transferencia de elementos culturales de una sociedad a otra, acompañada invariablemente de cierto grado de reinterpretación y cambio en los elementos. Además, la situación de contacto puede estimular en general la innovación en cuanto a ideas, prácticas, técnicas y cometidos. En este sentido, la aculturación puede implicar un proceso activo, creativo y de construcción cultural. Sin embargo, es frecuente que la adquisición de nuevos elementos culturales tenga consecuencias disfuncionales o desintegradoras, lo cual es especialmente cierto en situaciones de aculturación rígida o forzada, en las que un grupo ejerce dominio sobre otro y por fuerza orienta las peculiariedades de la cultura subordinada en direcciones que el grupo dominante considera deseables. En tales circunstancias, cuando los miembros de un grupo subordinado perciben que la situación de contacto es una amenaza para la persistencia de su cultura, pueden intentar librase del mismo o erigir barreras sociales que retrasen el cambio (Hunter y Whitten: 1981, 4 ss).

La aculturación larga y continuada puede terminar en la fusión de dos culturas previamente autónomas, en especial cuando ocupan una mismo territorio (en sentido amplio) o zona ecológica. El resultado en este caso es el desarrollo de un sistema cultural completamente nuevo. Sin embargo, no siempre ocurre así. Por el contrario, algunas veces varias culturas se atienen a un acomodo mutuo en un área, quizá en una relación asimétrica que les permite persistir respectivamente en su línea distintiva. Es lo que se ha denominado "indiferencia cultural recíproca" o de un modo más técnico "pluralismo estabilizado", del que enseguida señalaremos algunos ejemplos. En otras ocasiones, los representantes de una cultura pueden llegar a identificarse con el otro sistema, a costa de un gran cambio en sus valores internos y visión del mundo; si son plenamente aceptados el resultado es la asimilación. Con este término entendemos una forma específica de actuar en la política social, ya que representa uno de los modos en que una comunidad huésped puede decidir comportarse con respecto a individuos y grupos que le son cultural, lingüista y socialmente ajenos. Puede seguirse una política de asimilación cuando individuos o grupos extraños penetran, activa o pasivamente, en el marco socio territorial de una sociedad huésped, como ocurre con las mujeres autóctonas que se desposan con los colonizadores, pero hay otros modos de vérselas con los extraños: pueden ser rechazados, establecidos en enclaves culturales separados, sometidos a una política de aculturación forzada pero jamás asimilados, pueden ser esclavizados o insertos en una clase de rango inferior. Tal es lo que pudo haber ocurrido en muchos casos respecto a la población que habitaba los territorios donde se llegaron a establecer los asentamientos de los colonos, según sugieren los indicios arqueológicos de que disponemos, como puede ser el caso, entre otros, de los autóctonos que habitaban las colinas en torno a la llanura de Siris, interpretado en otras ocasiones, al igual que los demás que se conocen, como una prueba de "coexistencia" (cfr: Morel: 1984, 125 y 134).

La asimilación es un proceso dinámico que implica necesariamente cierta medida de contacto aculturativo; sin embargo el contacto cultural no es de por sí suficiente para causar la asimilación de los extraños. En contraste con la aculturación, la asimilación opera casi siempre en sentido único: una parte o la totalidad de una comunidad se incorpora a otra. Por el contrario, aquellas otras situaciones en que representantes de diversas sociedades se reúnen para formar una tercera comunidad, enteramente nueva e independiente, se explican mejor según el modelo de etnogénesis. Además, la asimilación no constituye un fenómeno del todo o nada, no representa disyuntiva alguna, sino un conjunto variable de procesos concretos, los cuales implican generalmente la resocialización y reculturación de individuos o grupos socializados originalmente en una sociedad determinada, que alteran su status y transforman su identidad social en medida suficiente para que se les acepte plenamente como miembros de una comunidad nueva en la que se integran (Hunter y Whitten: 1981, 110 ss). Lo cual significa que pueden coexistir un política deliberada de asimilación hacia determinados individuos o grupos con otras actitudes contrarias, como la segregación, respecto a otros. Un ejemplo claro puede ser el de las mujeres autóctonas desposadas con los colonizadores, para los cuales, y dada su mentalidad que conocemos mejor en el caso griego, no representaban sino siervas, instrumentos políticos de reproducción (Van Compernolle: 1983, 1037), al tiempo que las relaciones con las gentes autóctonas en la covra colonial y fuera de ella, de alguna manera expresadas la presencia de fortines y santuarios que de hecho suponen la idea del control de la ciudad sobre el territorio (De la Genière: 1983, 265 ss) podían plasmarse en resultados diversos.

También, como se ha dicho, la aculturación puede obrar destructivamente en muchas ocasiones, sobre todo cuando forma parte de un sistema de explotación colonial (Wachtel: 1978, 154, Gudeman: 1981, 219 ss, Burke: 1987, 127) dando lugar entonces a fenómenos de rechazo y supervivencia cultural conocidos como contra-aculturación, que se pueden manifestar de muy diversas formas (Gruzinski y Rouveret: 1976, 199-204) y a la desestructuración de la formación social que recibe el impacto de los elementos culturales externos (Alvar: 1990, 23 ss), consecuencia muchas veces de una aculturación forzada como alternativa a la asimilación. En tales consideraciones se fundamenta la crítica al carácter supuestamente positivo de la aculturación y a las consecuencias beneficiosas de las relaciones de intercambio cultural. Como vimos, no es preciso que exista conquista para que se de la dominación y la explotación, por el contrario ambas se encuentran también presentes en los sistemas de colonización "pacífica", allí donde la violencia no ha sido el instrumento principal empleado por los colonizadores, y en el comercio. Debe considerarse, por tanto, que en los grupos situados en la cúspide de la jerarquía social de las sociedades autóctonas, la aculturación constituía sobre todo un mecanismo eficaz, como se ha visto, para su integración en el estamento colonial, incorporándolas a la jerarquía organizativa, si bien en un posición subalterna que aseguraba la primacía de los colonizadores y la capacidad para movilizar fuerza de trabajo local. La aculturación actuaba, por lo tanto, como una forma de dominación, acercando los intereses de las elites autóctonas a los de los colonizadores, de tal forma que aquellas realizaban el trabajo que interesaba a los fines de éstos. La consecuencia era un aumento de la explotación, si definimos como tal la producción de un excedente que luego sera objeto de apropiación por otros en el marco de la trama de relaciones de dependencia colonial, y de las desigualdades, no sólo culturales, sino lo que es más importante y significativo, económicas y sociales.

Por consiguiente, los resultados de la interacción cultural son muy diversos y no dependen sólo, ni aún de forma predominante, de la iniciativa y la actividad de los agentes externos de la aculturación, como los comerciantes, soldados y colonizadores, sino que en gran medida se deben también a la actitud de quienes reciben el impacto cultural externo, y que no debemos considerar como meramente pasiva. La asimilación, como una de las consecuencias posibles del contacto cultural, no sólo dependerá de la política empleada a este respecto por los colonizadores, sino también de la actitud de los autóctonos hacia ella. En este sentido el estudio de los agentes internos de la aculturación se revela particularmente importante (Gruzinski y Rouveret: 1976, 178 ss). En el contexto de la colonización griega en Occidente se ha señalado un alcance muy superficial de la helenización o aculturación de origen helénico, que se considera el resultado de una "tolerancia" y de una cierta y recíproca indiferencia cultural entre los colonizadores griegos y la población autóctona (Lepore: 1968, 52; Morel, 1984: 132-5), pese a que de acuerdo a las tradiciones literarias la impresión que se obtiene es la de una ósmosis cultural profunda entre colonizadores y autóctonos (Nenci y Capaldi: 1983, 583), lo que obliga a ser críticamente cauto en la exégesis de las fuentes y muy atento en el análisis del registro arqueológico. Tal situación puede ejemplarizar un fenómeno, hasta hace poco mal conocido en el Mediterráneo antiguo y su entorno, de pluralismo estabilizado en el marco de contactos y relaciones interculturales. Un panorama un tanto similar ha sido así mismo observado, en el contexto de la expansión y colonización púnica, en Villaricos, la antigua Baria, donde la población colonial y la autóctona parecen haber convivido estrechamente sin mutuas interferencias culturales (Chapa, e.p.).

En esta misma línea se ha señalado también el carácter selectivo y poco profundo de la aculturación "orientalizante" de estímulo fenicio en Tartessos (Aubet: 1978, 99 y 106; Wagner: 1983, 18 ss; 1986a) donde el "orientalizante" parece un fenómeno que afecta sobre todo a las élites locales. El conocimiento y uso del alfabeto, de la metalurgia avanzada que incluía la tecnología del hierro, de la fabricación del vidrio, del torno de alfarero, el acceso a creencias y prácticas religiosas más elaboradas, así como una mayor prosperidad económica consecuencia de la incorporación a los circuitos de intercambio mediterráneos, suelen considerarse los rasgos más significativos de esta aculturación “orientalizante“ (Blázquez: 1991, 35 ss).Ahora bien, si la aculturación de las elites locales no implicaba necesariamente la del resto de la población (Tsirkin: 1981, 417 ss), que en general se mostró poco proclive al cambio cultural, si que es preciso considerar, por otra parte, el "orientalizante" como un proceso histórico de cambio, de transformación de las relaciones sociales al tiempo que de la tecnología, que afectó a toda la formación social tartésica y no sólo a sus élites (Carrilero: 1993, 171), lo que pone de manifiesto la complejidad de la dinámica responsable del acontecer histórico y subraya el carácter no pasivo de las poblaciones "aculturadas" en tal proceso. Por ello mismo el carácter "aculturador" del "orientalizante" se relativiza mucho, mientras adquieren significación otros fenómenos que son de índole más socioecónómica (encumbramiento de las élites, nuevas relaciones de dependencia, plasmación territorial del poder político...) que cultural.

IV. 2- Comercio y aculturación: un binomio improbable.
Hay que evitar malinterpretar, por ello, la incidencia del comercio colonial sobre el conjunto de la economía de las poblaciones autóctonas, que si bien resultó subordinada a él, continuó siendo en muchos casos predominantemente agropecuaria y rigiéndose por normas de explotación básicamente distintas a las de los colonizadores aunque modificadas por éstos. No es oportuno tampoco sobredimensionar elementos como el valor de cambio, el mercado, o la oferta y la demanda. En la dinámica del intercambio desigual no hay apenas sitio, al quedar establecida la dependencia tecnológica exterior, para que actúe holgadamente la ley de la oferta y la demanda, que requiere además de un suficiente número de compradores y vendedores competitivos, lo que no era precisamente el caso. Por eso la clave no reside en averiguar si con la presencia colonial y el comercio se introdujeron elementos de una economía protomonetal, sino en esclarecer el papel que desempeñaron tales prácticas en el conjunto de las economías autóctonas supeditadas a los intereses de los colonizadores y los comerciantes extranjeros.

En ocasiones el comercio ha podido propiciar o favorecer, junto al intercambio de mercaderías, el flujo de las ideas y los conocimientos técnicos desde una de las partes implicada a la otra. Cuando esto ocurre nos encontramos ante un fenómeno de difusión cultural que, no obstante, no pocas veces se confunde con la aculturación. Es necesario distinguir de que tipo de conocimientos e ideas se trataba, dadas las diferentes implicaciones en su transmisión (Grouzinsky y Rouveret: 1976, 181). El ritmo de los cambios detectados ante el impacto comercial en la organización de la producción y en la distribución de los recursos, la aparición de innovaciones técnicas o formales deberán ser escrupulosamente analizados de acuerdo a que se inserten o no en un contexto en el que se observen trasformaciones más profundas en el ámbito de las actividades sociales, económicas, institucionales, para poder hablar de aculturación. Un contexto que debe resultar bien conocido previamente al contacto intercultural. Un procedimiento útil al respecto será el de establecer, siempre que sea posible, un coeficiente de factores inamovibles y otro de novedades estructurales en que la presencia de toda novedad de tipo formal deba ser enjuiciada (Llobregat: 1978, 73). Por lo común, la aculturación como consecuencia de los intercambios impulsados por el comercio ha sido tan sobredimensionada, atribuyéndosele una gran profundidad y rapidez, como la aculturación en general (cfr: Morel: 1984, 129 ss) lo que se debe, la mayor parte de las veces, a una observación parcial del registro arqueológico, así como a la herencia de las ideas de corte difusionista.

Permitasenos poner un ejemplo reciente y cercano. En el sur de la Península Ibérica, en el territorio de Tartessos, la asimilación del impacto cultural externo "orientalizante" se produjo de forma selectiva. No sólo por quién adopta los elementos de la cultura exterior, de hecho y predominantemente un sector social que se identifica con la élite redistributiva, sino también por lo que se adopta. Hay un tamiz cultural que decide lo que se integra o lo que se asimila, según los valores y utilidades socioculturales a que correspondan los objetos y las prácticas con ellos relacionadas sean propios o ajenos. Es algo que se pone claramente de manifiesto en el registro arqueológico. Pero también hay distintos ritmos de aceptación que no siempre tienen que ver con los supuestos beneficios que aportarían las innovaciones o con su menor dificultad técnica (Wagner: 1986a, 136 ss). Así, pese a la facilidad del uso del torno de alfarero, durante más de un siglo y medio la mayor parte de la cerámica común continuó elaborándose a mano. No podemos afirmar, por tanto que el ritmo de aceptación del torno fuera rápido, seguramente porque su utilidad no era tanta en el conjunto de la economía doméstica y porque no colmaba unas expectativas socioculturales, en las que la especialización del trabajo no tenía el mismo significado ni interés que en ámbito mediterráneo del que provenía. Por otra parte no todas las formas cerámicas fenicias se imitaron, sino tan solo unas cuantas, lo que sin duda obedece a una selección dictada por su utilidad para las costumbres y usos locales. En contraste con ello, el registro arqueológico proporciona en algunos lugares las supuestas pruebas de la aculturación funeraria y religiosa de amplios sectores de la población local, más allá del grupo redistribuidor elitista que controla los intercambios con el ámbito colonial "orientalizante", y con un ritmo más acelerado, lo que supone un fuerte contraste con lo antes observado. No parece que, si pretendemos respetar la coherencia en el terreno metodológico, podamos hacer responsable de tal "aculturación" a los intercambios con los colonizadores y comerciantes fenicios, por lo que la explicación debe ser otra. De ahí nuestra hipótesis (Wagner y Alvar: 1989), muy criticada desde diversas posiciones (Almagro Gorbea: 1991, ; Carrilero: 1993, 171 ss), de una "colonización agrícola" fenicia en el interior, que sin duda necesita un nuevo replanteamiento (Wagner: e.p.), pero que no obedece al interés por hacer de los fenicios colonos agrícolas en el interior de Tartessos, sino de explicar de forma más coherente, aunque también sin duda incompleta, el complejo y, como casi siempre, selectivo proceso de la aculturación que allí tuvo lugar.

IV. 3- Comercio, urbanización y complejidad social.
Pese a todo, la tentación de considerar el comercio externo como un factor de desarrollo sociopolítico, además de económico, ha sido y sigue siendo grande. Los autores que mantienen tal punto de vista pasan por alto, sin embargo, que únicamente cuando no se dan relaciones de desequilibrio que impliquen subordinación, gozando por tanto de plena autonomía, el control del comercio lejano por las elites puede producir esta consecuencia (Amín, 1986: 37 ss), y aún así debe tratarse de un comercio que afecte, directa o indirectamente, al sector básico de la subsistencia, favoreciendo el progreso de las fuerzas productivas, lo que facilitará a su vez la creación del excedente necesario para reproducir las condiciones de tal comercio. Pero un comercio reducido en gran parte a bienes de prestigio, como ocurre con las culturas del Bronce Final/Hierro Inicial europeas, es más un síntoma de la existencia de las élites, que la causa de ellas, y difícilmente puede incidir en gran medida en los procesos de estratificación social (Gilman: 1981). A este respecto, la existencia de un contexto de intercambio desigual reforzaría el poder de las élites locales sobre las que los colonizadores descargaron la responsabilidad de movilizar y organizar la fuerza de trabajo necesaria para hacer efectivos los intercambios, pero al mismo tiempo eran los propios colonizadores los más interesados en que tal poder no aumentara desproporcionadamente más allá de la capacidad que poseían para ejercer su control. Los mecanismos de sujeción ya los conocemos: pactos y acuerdos desiguales, dependencia tecnológica, subordinación económica.

Frente a la exagerada importancia del comercio como causa principal de los procesos de urbanización y estratificación social, es un hecho conocido por los antropólogos, al que sin embargo arqueólogos e historiadores no conceden siempre la debida atención, que si bien cabe esperar la presencia de una ciudad en el punto de convergencia de varias rutas comerciales, el comercio por si sólo no puede ser tomado como explicación unifactorial (Hunter y Whitten, 1981: 157). La propia opinión de los antiguos al respecto es bien significativa al inclinar la balanza decisivamente en favor de la agricultura y en contra del comercio y la producción manufacturera (cfr: Finley, 1978: 183 ss). Claro está que hubo excepciones y algunas de las ciudades del mundo antiguo (Biblos, Tiro, Cartago, Egina, Qios, Massalia...) constituyen la muestra más significativa de ello; pero al fin y al cabo, las excepciones no dejan de ser eso, excepciones, y siempre cabe preguntarse si realmente fue el comercio el único factor responsable de su aparición. Una observación más profunda puede llegar a revelar que el comerció constituyó más una causa de su desarrollo y engrandecimiento que de su aparición, como por ejemplo sucedió en Cartago (Alvar y Wagner: 1985). No fueron tanto los beneficios producidos por el comercio, como la necesidad de disponer de establecimientos desde los que gestionar las actividades de intercambio, lo que decidió a los fenicios a fundar santuarios (Aubet: 1991b, 134 y 37ss), en torno a los que más tarde se desarrollarían ciudades de importante actividad comercial. El imperativo no fue tanto económico-mercantil cuanto de una necesidad de gestión inmersa en elementos de proyección ideológica. Y lo mismo podría aplicarse a muchas de las ciudades comerciales de la Antigüedad. Una prueba adicional la constituye el hecho de que disponer de un buen puerto no era requisito suficiente. Como ya señalara Finley (1978: 181ss) decir que Roma se volvió hacia el mar porque había llegado a ser una gran ciudad resulta más adecuado que lo inverso, y otros enclaves con excelentes situaciones portuarias, como Brundisium y Rávena, también en Italia, nunca consiguieron convertirse en grandes centros de comercio. Otra prueba más de que la incidencia del comercio en el desarrollo de los procesos de urbanización ha sido frecuentemente exagerada, la encontramos en la Francia meridional mediterránea, donde a finales de la Edad del Hierro algunos oppida situados en áreas "avanzadas" y próximas a las rutas de comercio son abandonados, mientras que asentamientos ubicados más hacia el interior subsisten (Collis: 1982: 77). En el sur de Inglaterra parece que el comercio constituyó un factor entre otros más de urbanización durante el mismo periodo, y que contribuyó fundamentalmente a la aparición de algún que otro aislado "puerto de comercio" (Cunliffe: 1976, 352ss).

Todo lo dicho se corresponde bien con el localizado y restringido papel del comercio en las economías antiguas (Garnsey, Hopkins y Whittaker: 1983), por más que se esfuercen en demostrar lo contrario los neoliberales adalides del mercado libre y de la oferta/demanda competitiva, hoy más vociferantes que nunca. Pero en contra de la interpretación neoliberal y funcionalista más habitual cabe resaltar que el control del comercio y la aparición de sistemas de intercambio no estuvieron siempre, ni siquiera frecuentemente, en la base de los procesos de estratificación social que llevan a la aparición de las ciudades y los estados. Como ha sido señalado, el comercio no fue el responsable de la aparición de las élites durante la Edad del Bronce europea, ya que concernía principalmente a bienes de prestigio, y no a elementos susceptibles de incrementar el excedente agrícola que llegó a ser controlado por aquellas (Gilman: 1981, 5). Esto no quiere decir que en determinadas circunstancias de especialización regional o cuando los intercambios afectan directamente el sector básico de la subsistencia en la economía, el control del comercio no se constituya en un factor, junto a otros, de emergencia de las élites y de desarrollos urbanos paralelos. No obstante, no hay pruebas de que éstas fueran las condiciones que prevalecieron en muchos lugares del Mediterráneo antiguo. También se ha argumentado que durante la Edad del Bronce, la aparición de sistemas redistributivos de jerarquía y prestigio no tuvo tanto que ver con el comercio lejano y el desarrollo de sistemas de intercambio de tipo "centro/periferia", como con la necesidad de control sobre los recursos críticos . Si en los posteriores desarrollos de la Edad del Hierro, urbanismo y estratificación social van comúnmente asociados y el comercio protohistórico concernía también fundamentalmente a bienes de prestigio, difícilmente entonces ha podido constituirse en un factor que origine el tránsito de las formas de vida aldeanas a las urbanas.

IV. 4- El otro camino: la contra-aculturación.
Los resultados de la interacción cultural no dependen sólo, ni aún de forma predominante, de la iniciativa y la actividad de los agentes externos de la aculturación, los comerciantes y colonizadores, sino que en gran medida se hallan también influidos por la actitud de quienes reciben el impacto cultural externo, por lo que no debe considerarse como una receptividad meramente pasiva. Quienes sufren el impacto de la aculturación pueden erigir barreras culturales destinadas a frenarlo o reaccionar distanciándose de la posibilidad de contacto. Cuando la aculturación obra destructivamente, lo que ocurre con frecuencia si forma parte de un sistema de explotación colonial (Wachtel: 1978, 154, Gudeman: 1981, 219 ss; Burke: 1987, 127) da lugar entonces a fenómenos de rechazo y supervivencia cultural conocidos bajo la rúbrica genérica de contra-aculturación, que se pueden manifestar de muy diversas formas (Gruzinski y Rouveret: 1976, 199-204) e incluso puede dar lugar a la desestructuración de la formación social que recibe el impacto de los elementos culturales externos (Alvar: 1990, 23 ss).
El cambio cultural, parcial o total, no es la única consecuencia posible de la aculturación. Los límites a la aculturación pueden ser físicos (barreras geográficas o climáticas) o culturales. Estos últimos, que son los que particularmente nos interesan por estar interpenetrados con la dinámica socio-cultural, suponen estrategias o mecanismos defensivos que persiguen preservar la propia identidad cultural. La respuesta de los autóctonos, a los que no debe enjuiciarse como elementos puramente receptivos, pasivos e inertes, tiene así una importancia significativa para el alcance, en conjunto o por segmentos, del cambio cultural inducido por el fenómeno de aculturación. Dicha respuesta puede ser positiva y entonces entrarán en juego los mecanismos de integración o asimilación, o negativa, en cuyo caso actuarán los mecanismos de rechazo, lo que ha llevado en ocasiones a considerar la contra-aculturación fundamentalmente como una actitud o un conjunto de actitudes (Alvar: 1990, 25 n. 19). Con frecuencia, en situaciones de aculturación impuesta (manifiesta o encubierta) surgen reacciones de defensa cultural: ellas darán lugar a la contra-aculturación, que puede expresarse de maneras diversas, pues se nutre de mecanismos y procesos de rechazo que pueden variar tanto en su carácter como en su intensidad, dando lugar a variadas formas de contra-aculturación. Distinguiremos siempre su carácter pasivo o activo. Así, la contra-aculturación pasiva se manifiesta en la inercia cultural, también conocida como tradicionalismo que se caracteriza por la apatía y el desinterés hacia las novedades culturales externas. Puede darse como resultado tanto de situaciones de aculturación impuesta como espontánea; mientras que en el primer caso se trata de una reacción ante una intensa dominación cultural que no concede ningún otro margen de maniobra, en el segundo puede consistir en el acomodo mutuo en una misma área de grupos culturales distintos mediante una relación asimétrica que les permite, sin embargo, persistir en sus respectivos caracteres distintivos, en una relación de pluralismo estabilizado. La contra-aculturación activa, por su parte, puede adoptar al menos dos formas distintas de manifestarse: por evasión o ruptura, que implica un aislamiento defensivo que puede ser parcial o total, y por agresión cuando se propone la eliminación radical de la cultura externa. Cuando esto último sucede los préstamos culturales adquiridos son vueltos en contra del grupo exterior, y se elaboran complejos culturales (regeneración) en oposición abierta con la cultura alóctona. La rebelión de Duketios en Sicilia a mediados del siglo V a.C. (Gruzinski y Rouveret: 1976, 203) y aquella otra de los macabeos judíos en el periodo helenístico (Will: 1989, 54 ss) constituyen dos buenos ejemplos de ello.

Además, mientras que la ruptura puede darse en cualquier momento del proceso colonial, la agresión es más propia de aculturaciones avanzadas (no tanto en el tiempo como en su alcance) que ponen en peligro la identidad cultural de la comunidad local. La agresión cristaliza a menudo entonces en una revuelta de carácter militar, y frecuentemente de matiz religioso sin que falten en ocasiones los componentes mesiánicos y apocalípticos, dirigida contra los colonizadores en la que a menudo se utilizan sus propias armas y sus formas de organización contra ellos. En este punto la contra-aculturación agresiva guarda estrechas similitudes con los movimientos de revitalización cultural. Desde esta perspectiva la contra-aculturación agresiva encierra ciertos elementos propios del cambio cultural, ya que admite e incluso emplea ciertas innovaciones reinterpretándolas, readaptándolas e integrándolas en un nuevo contexto que, si no responde ya a las formas y categorías, y sobre todo a los intereses, de la cultura dominante colonial, tampoco reproduce sin alteración los rasgos propios originarios.

BIBLIOGRAFÍA

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